Juan Manuel Santos: de señor de la guerra a Nobel de paz
El periodista Óscar Montes, escribió este perfil para el libro Los Suspirantes, donde muestra la trayectoria de un político a punta de cálculos y alianzas
Esa mañana del 3 de mayo de 2010 el candidato presidencial Juan Manuel Santos Calderón lucía particularmente nervioso, algo que llamó la atención de sus colaboradores, pero sobre todo de sus familiares y amigos más cercanos, quienes han aprendido a lidiar con la frialdad que lo caracteriza, aun en los momentos más adversos. Santos es un hombre que sabe controlar muy bien sus estados de ánimo y es mucho más racional que emocional, como buen Leo.
No obstante, no era ese el hombre que sus amigos y familiares tenían frente a sus ojos. Su esposa, María Clemencia Rodríguez, “Tutina” para sus amigos, y sus hijos, Martín, María Antonia y Esteban, advirtieron en su mirada un poco de angustia por el difícil momento que atravesaba la campaña presidencial a la que varios expertos le anunciaban un pronto naufragio.
Juan Manuel Santos como candidato tiene dos graves problemas: no tiene carisma y tampoco es buen comunicador.
Esa frase la escuché muchas veces en plena campaña por la Presidencia, de labios de encuestadores y expertos en marketing electoral, quienes le auguraban poco éxito a la campaña oficialista de Santos.
Por cuenta de su falta de carisma y de una mala estrategia para comunicar su mensaje, Juan Manuel Santos estaba arriesgando la Presidencia de la República, el sueño más importante de su vida y la tarea para la que se había preparado con esmero y disciplina desde muy joven.
Su peculiar tartamudez, que lo acompaña desde su infancia y que prácticamente había sido desterrada gracias a una rutina diaria de ejercicios de vocalización que se impuso tiempo atrás, reapareció ese día con mayor intensidad, hasta el punto de que quienes estaban a su alrededor debían hacer grandes esfuerzos para entender con claridad sus palabras.
Cuando llegó a la sala de prensa, que había sido acondicionada por su equipo de campaña para la ocasión, tomó el micrófono con firmeza, y sin mayores preámbulos anunció: “He tomado la decisión de hacer cambios fundamentales en mi equipo de asesores y a partir de este momento queda al frente de la dirección de comunicaciones el señor J. J. Rendón”.
Pocos minutos después abandonó la sala de prensa y se dirigió a su despacho, ante la perplejidad de varios de sus asesores, entre ellos algunos del equipo de comunicaciones, que solo en ese momento se enteraron de los drásticos cambios realizados por el candidato presidencial.
Aunque era un secreto a voces que las cosas en la campaña oficialista no marchaban bien y que el candidato no estaba conforme con los resultados obtenidos hasta ese momento, lo que más llamó la atención fue el hecho de que semejante golpe de timón se produjera a escasos 27 días de la primera vuelta presidencial. Hubo quienes, inclusive, calificaron la audaz decisión como un suicidio político o –en el mejor de los casos– un acto desesperado.
Ni lo uno ni lo otro. Los hechos demostrarían poco tiempo después que la decisión fue correcta. El controvertido asesor venezolano J. J. Rendón tuvo la capacidad de darle el vuelco que la campaña necesitaba para derrotar a los otros candidatos, especialmente a Antanas Mockus, considerado el rival a vencer, quien mostraba cada día un extraordinario crecimiento en las encuestas.
J. J. Rendón le dio a la campaña de Santos lo que Santos quería: agresividad extrema y arremeter con todo. Con la llegada de Rendón empezaron a llover golpes constantes al hígado de los demás candidatos, comenzando por el exalcalde Mockus, quien habría de sufrir en carne propia la intensidad de los ataques diseñados por Rendón y ejecutados por Santos.
Hasta el mismísimo presidente de la República, Álvaro Uribe Vélez, se sumó a esa causa y sin ningún rubor se puso la camiseta del candidato de sus preferencias, algo de lo que meses después se arrepentiría.
El llamado “rey de la rumorología” hizo honor a su remoquete y desde las filas del candidato Santos empezó a bombardear de forma inclemente al aspirante favorito en las encuestas, quien, ante la agresión inclemente y desbordada, comenzó a lucir dubitativo, nervioso y hasta temeroso.
El presidente Uribe, que debía ser prenda de garantía de todos los aspirantes a sucederlo y cuya popularidad alcanzaba cifras superiores al 90 % de aprobación por parte de los colombianos, no ahorró esfuerzos en sus ataques a quien consideraba su peor enemigo político.
“Me parece grave –declaró Uribe en plena campaña– que cuando algunos en el país dejaron crecer la guerrilla y el paramilitarismo, hoy se presenten como los honestos en contra de la corrupción y la politiquería”.
La declaración del Jefe del Estado apuntaba directamente a la yugular de Mockus, a quien le pasaba la cuenta de cobro por el ataque con morteros que sufrió la Casa de Nariño el 7 de agosto de 2002 durante su posesión por primera vez como presidente, siendo alcalde de Bogotá quien ahora figuraba como la principal amenaza electoral de su pupilo político.
En su afán por descalificar a Mockus, Uribe llegó a llamarlo “caballo discapacitado”, en clara alusión a la enfermedad de Párkinson que le había sido diagnosticada recientemente y que fue puesta en evidencia por empleados de la campaña de Santos, quienes se encargaron de hacer circular la versión por los distintos medios de comunicación de Bogotá. Ante el aluvión de rumores, el propio Mockus debió salir a reconocer que padecía el mal.
De la mano de Rendón –y con la anuencia del candidato Santos y el presidente Uribe–, la campaña presidencial entró de lleno en el terreno de la “rumorología” y de los ataques aleves, campo en el que el estratega venezolano se mueve con propiedad.
La agresiva estrategia diseñada por J. J. Rendón, aunque criticada por los contrincantes del candidato oficialista, puso fin a la paridad que mostraban las encuestas y le rompió el espinazo a la tendencia electoral que daba como ganador a Mockus, por encima de Santos, Germán Vargas Lleras, Noemí Sanín y Gustavo Petro, los otros candidatos.
Pero J. J. Rendón no solo se dedicó a ensuciar la campaña electoral con conjeturas y chismes sobre los demás aspirantes. Dentro de su nueva estrategia borró el color naranja de toda la papelería que identificaba la campaña de Santos, puso a Uribe en el centro de la foto y mandó al candidato a un segundo plano, todo lo contrario a lo que hasta ese momento habían hecho sus estrategas, muchos de los cuales provenían de la Casa de Nariño.
Por recomendación expresa de J. J. Rendón, Santos comenzó a mostrarse más uribista que el propio Uribe y empezó a mostrar la faceta del alumno aplicado en lugar de la del alumno aventajado, que era con la que mejor se sentía. Rendón convenció a Santos de lo que parecía imposible: que en la campaña presidencial el importante era Uribe y no él, algo que, al comienzo, le produjo malestar, teniendo en cuenta sus muy bajos niveles de humildad y modestia. Pese a esa resistencia, J. J. Rendón no cedió un milímetro en su pretensión:
“Si queremos ganar, tenemos que entender que aquí el importante es Uribe”, fue la premisa que se impuso a partir de ese momento.
A la postre la estrategia de Rendón funcionó y Santos ganó en las dos vueltas presidenciales. La primera el 30 de mayo, con algo más del 65 %, y la segunda el 20 de junio, con el 69 %. En ambas derrotó a Antanas Mockus, el candidato favorito en las encuestas hasta la llegada de J. J. Rendón.
En la segunda vuelta, Santos sacó nueve millones de votos, mientras Mockus obtuvo 3,5 millones. La votación de Santos ha sido la más alta obtenida por un aspirante a la Presidencia de la República en el país.
El secreto del triunfo estuvo en la decisión que tomó Santos de poner al frente de su estrategia electoral al “rey de la rumorología” en América Latina. Al traerlo a sus huestes, Santos jugó la carta ganadora y silenció a quienes había apostado por su fracaso.
Uno de los más contentos con el triunfo de Santos fue Germán Chica, amigo personal de Rendón y hombre de absoluta confianza de Santos desde los tiempos en que este creó la Fundación Buen Gobierno, entidad que funciona como centro de pensamiento santista, pero, sobre todo, como plataforma política y electoral del ahora candidato presidencial a la reelección. Chica fue determinante para que Santos diera el timonazo cuando su campaña fracasaba, y se decidiera a darle vía libre a Rendón para que ejecutara su estrategia electoral.
La elección de Juan Manuel Santos como el presidente número 70 en la historia republicana de Colombia fue interpretada por sus amigos y por quienes lo conocen desde sus tiempos de estudiante de Economía y Administración de Empresas de la Universidad de Kansas, Estados Unidos, de Economía y Desarrollo Económico del London School of Economics y de Administración Pública de la Universidad de Harvard, como un hecho natural, producto de su habilidad política –que lo lleva a estar siempre en el momento indicado y a la hora precisa de la toma de las grandes decisiones– y de su disciplina académica.
“A la hora de la foto, Juan Manuel siempre aparece”, me dijo un colega de gabinete de Santos en tiempos de Andrés Pastrana.
Sus mejores amigos, que son bien escasos, entre ellos Felipe López Caballero, dueño de la revista Semana, y José Gabriel Ortiz, actual embajador en México, daban por hecho que tarde o temprano, Juan Manuel Santos sería presidente de Colombia.
“¿Alguien duda de que Juan Manuel va a ser presidente de Colombia?” era una de las preguntas que López Caballero pronunciaba con mayor énfasis cada vez que Semana debía ocuparse de un tema relacionado con las actividades políticas de su gran amigo, con quien compartió largas jornadas en Londres, cuando ambos eran funcionarios de la Federación Colombiana de Cafeteros a mediados de los 70.
Otras personas bastante allegadas a Santos, entre ellas varios políticos que se encargaron de abrirle trocha en el Partido Liberal cuando la Presidencia de la República era un sueño lejano, como Rodolfo González, Rodrigo Garavito y Eduardo Mestre Sarmiento, miembros destacados de lo que en su momento se llamó el “Grupo de la Contraloría”, también hicieron la misma apuesta. Los nombres de todos ellos no se volvieron a pronunciar por parte de los amigos más cercanos a Santos, debido a que todos fueron vinculados, procesados y encarcelados por cuenta del proceso 8.000, durante el gobierno de Ernesto Samper.
A la postre todos acertaron en su pronóstico respecto al futuro político de Juan Manuel Santos, como también acertó su otro amigo, también caído en desgracia, Fernando Botero Zea, a quien en más de una tertulia con vinos y tapas españolas le escuchó decir que en un país en guerra como Colombia el mejor camino para llegar a la Casa de Nariño es el Ministerio de Defensa.
Paradójicamente el consejo le funcionó a Santos en tiempos de Álvaro Uribe, que lo nombró ministro de Defensa, pero no a Botero en tiempos de Ernesto Samper, pues el hijo del maestro Fernando Botero y de Gloria Zea debió abandonar el cargo, purgar cárcel durante un tiempo y luego vivir en el ostracismo en México por cuenta del proceso 8.000.
En la búsqueda de la Presidencia de la República, Juan Manuel Santos encontró en El Tiempo, periódico que fuera de su familia, el mejor trampolín para alcanzar esa meta. En efecto, mientras sus hermanos y primos veían en el diario bogotano el escenario natural para desarrollarse profesionalmente, Juan Manuel Santos sabía que se trataba del mejor medio para alcanzar la meta que se había propuesto de ser presidente.
A diferencia de su hermano Enrique y de sus primos Rafael y Francisco, quienes llegaron a El Tiempo en calidad de “cargaladrillos” de la redacción, hasta acceder tiempo después a puestos directivos, como la jefatura de Redacción y la codirección, Juan Manuel ingresó a El Tiempo por la puerta ancha de la subdirección en 1981, cargo al que llegó después de desempeñarse como delegado de la Federación Nacional de Cafeteros ante la Organización Internacional del Café en Londres durante nueve años, desde 1972, poco después de culminar sus estudios universitarios en Estados Unidos.
Desde la Subdirección de El Tiempo Juan Manuel echó línea política, hizo amigos y marcó derroteros mediante sus editoriales. En otras palabras, el diario le permitió mover los hilos del poder, que fue siempre su verdadera motivación periodística. Mientras Enrique, su hermano mayor, y sus primos Rafael y Pacho,buscaban chivas y ganaban premios como periodistas, Juan Manuel cultivaba amigos que le permitieran subir a la Presidencia de la República desde la escalera de El Tiempo.
Guillermo Pérez, veterano periodista y editor político de El Tiempo durante muchos años, justificaba el hecho de destacar las actividades de algunos políticos locales y nacionales por encima de las de otros con una frase que terminó por hacer carrera en sala de redacción del diario:
“Don Enrique, es que él es de los amigos de Juan Manuel”, respondía Pérez, cada vez que el entonces editor general del periódico –ya fallecido– y padre del hoy presidente, le increpaba por haberle dado demasiado despliegue –con foto incluida– a un político con poco renombre, a los que él llamaba con sorna “lagartos”.
A diferencia de su abuelo Enrique Santos Montejo, Calibán, considerado en su momento el mejor columnista del país, y de su padre, Enrique Santos Castillo, editor general de El Tiempo durante 59 años hasta el día de su muerte, Juan Manuel Santos Calderón tiene más alma de político que de periodista; aunque narra con orgullo su paso por el diario bogotano, es evidente que sus grandes emociones no provienen de una exclusiva periodística o de la posibilidad de obtener una entrevista reveladora, sino de un triunfo electoral o de la derrota aplastante de uno de sus enemigos políticos.
Ahí radica el gran parecido con su tío abuelo el expresidente liberal Eduardo Santos Montejo, presidente de Colombia entre 1938 y 1942 y dueño de El Tiempodurante varias décadas.
Juan Manuel Santos hace parte de la vieja escuela de políticos con periódicos, que durante décadas marcó el derrotero del país, como los expresidentes conservadores Laureano Gómez, fundador y dueño de El Siglo, y Mariano Ospina Pérez, propietario de La República, quienes hicieron de las páginas de sus diarios sus trincheras para defenderse o atacar a sus contradictores.
De manera que dada su vocación más de político que de reportero, era evidente que cuando las escalinatas de El Tiempo no fueran suficientes para alcanzar sus verdaderos propósitos, Juan Manuel Santos daría el paso que lo alejaría para siempre de la sala de redacción y lo llevaría al mundo despiadado pero fascinante de la política, el que le apasiona en realidad.
Ingresar a la política le costó el distanciamiento de su familia, empezando por su hermano Enrique y sus primos Rafael y Pacho. El primero llegó, inclusive, a afirmar en una entrevista, siendo Juan Manuel Santos ministro de César Gaviria: “Dios nos libre si él es presidente”, frase de la que se arrepintió luego de escuchar la primera alocución de su hermano como presidente, el 7 de agosto de 2010, la que calificó como “impactante, coherente e impecablemente articulada”.
Juan Manuel Santos llegó a la política de la mano del presidente César Gaviria, quien lo nombró ministro de Comercio Exterior en 1991. Las malas lenguas afirman que el cabildeo por parte de Santos desde las páginas de El Tiempo y de sus amigos desde otros frentes para que se diera su nombramiento, fue intenso, mientras que Santos y el propio Gaviria sostienen que nadie tenía mejores méritos para el cargo que el entonces subdirector del diario bogotano.
Sea cual sea la versión correcta, lo cierto es que nadie mejor que Juan Manuel Santos sabe lo que vale y pesa en el país un titular de El Tiempo, mucho más si quien es objeto del mismo es el propio presidente de la República.
Como miembro del gabinete de Gaviria, Santos debió padecer dos hechos que pusieron a prueba su recién estrenada piel de político: la fuga de Pablo Escobar de la cárcel de La Catedral y el tristemente célebre apagón por culpa del intenso verano que azotó el país. El primero por poco le cuesta la cabeza a su colega de gabinete Rafael Pardo, entonces ministro de Defensa, y el segundo le permitió implementar el cambio de la hora legal del país al horario del verano durante nueve meses en un intento por aminorar los efectos del racionamiento eléctrico. Al final, el agua sucia del apagón le cayó a Gaviria y el chaparrón por la fuga de Escobar lo soportó Pardo.
Como ocurre con los niños que prueban la mermelada y les gusta, a Santos el mundo de la política terminó por convencerlo de que había tomado la decisión acertada cuando optó por abandonar El Tiempo, cuya Dirección, sin duda, habría ocupado de haber seguido en el diario.
Al abandonar el Ministerio de Comercio Exterior en 1993, Santos le apuntó a un cargo que le permitiría tener un trato más directo con la clase política nacional: ser elegido por el Senado el último designado a la Presidencia, pues la figura desapareció para darle paso a la Vicepresidencia de la República, figura creada por la Constitución de 1991.
Para acceder a dicho cargo, Santos debió partir cobijas con uno de sus amigos políticos, el dirigente antioqueño William Jaramillo, quien dada su trayectoria daba por descontada su elección. En esa oportunidad Santos se valió de la influencia de los “innombrables” –González, Garavito y Mestre–, quienes se encargaron de mover los hilos en el Senado para que él, que no tenía entonces mayor ascendencia sobre los congresistas, derrotara a Jaramillo. A esa causa se sumó otro santista incondicional, el desaparecido senador antioqueño Luis Guillermo Vélez.
De manera que en su incipiente carrera política, Santos cumplió una premisa fundamental para quienes desean figurar en ese mundo: ser primero o último, pues nadie se acuerda de los demás. Él fue el primer ministro de Comercio Exterior y el último designado a la Presidencia.
Entre 1995 y 1997 Santos se desempeñó como codirector del liberalismo, cargo al que renunció con la intención de presentar su precandidatura presidencial, aspiración que a la postre abandonó al no encontrar ambiente propicio para darle viabilidad a su propósito.
Luego de retirarse del cargo directivo en el liberalismo, protagonizó uno de los capítulos más controvertidos en su vida como hombre público: la propuesta de realizar una Asamblea Constituyente que permitiera una salida política a la crisis que afrontaba el presidente Ernesto Samper por cuenta del proceso 8.000.
Protagonistas estelares de ese episodio, como el exministro conservador Álvaro Leyva Durán, muy cercano a las Farc, sostienen que la propuesta fue ventilada por Santos ante las Farc y ante otros cuestionados personajes del país, como el desaparecido “zar de las esmeraldas”, Víctor Carranza, señalado de tener vínculos con grupos paramilitares en los Llanos Orientales.
De la participación de Santos en la crisis de Samper quedó como constancia una carta que dirigió al presidente en 1997 en la que propuso por primera vez la creación de una zona de distensión para los grupos guerrilleros, idea que posteriormente retomó Andrés Pastrana, cuando ganó la Presidencia en 1998. En la misiva a Samper, Santos planteó:
“Una vez integrado el gobierno, el señor presidente, en su condición de director de la fuerza pública y comandante supremo de las Fuerzas Armadas de la República, procedería a ordenar el despeje de un área previamente acordada del territorio nacional en conflicto, o, lo que es igual, a efectuar el retiro de la fuerza pública del espacio geográfico predeterminado. Esta área se convertiría en zona de distensión y diálogo a fin de facilitar, con plenas garantías y total seguridad, el encuentro de representantes del Gobierno, del Congreso, de la sociedad civil y de la Comisión de Conciliación Nacional con los insurgentes”.
Se podría decir que este es el primer pronunciamiento oficial de Santos en lo que tiene que ver con el tema de la paz, el mismo que –una vez en la Presidencia de la República en agosto de 2010– terminó convirtiéndose en su principal bandera política y electoral, al liderar la negociación con las Farc en La Habana, Cuba, proceso que se lleva a cabo en la actualidad.
La carta no obtuvo respuesta por parte del presidente Samper, quien terminó dándole crédito a la tesis de la supuesta conspiración de Santos para derrocarlo, algo que el propio Santos se encargó de desvirtuarle mucho tiempo después, ya como jefe del Estado.
La versión de Santos sobre el espinoso asunto es mucho más sencilla: la Asamblea Constituyente no comprometía la estabilidad de Samper, puesto que sería su sucesor quien se encargaría de convocarla y la misma sería el resultado de las discusiones entre el Gobierno y la guerrilla. La tarea del presidente en ejercicio –Samper, en este caso– no sería otra que la de ordenar el despeje de una región del país previamente acordada.
Sea como fuere, la distancia entre Samper y Santos se hizo más grande por cuenta de este episodio y solo se estrechó cuando Santos llegó a la Casa de Nariño en 2010 y limó asperezas con quien durante su gobierno llegó a matricularlo en el llamado “club de los conspis”, es decir el de aquellas personas que pretendían sacarlo a gorrazos de la Presidencia por cuenta del escándalo del proceso 8.000.
En julio de 2000 Andrés Pastrana, con quien Santos también había tenido agrios enfrentamientos, precisamente por el tema de los diálogos del Caguán, lo nombró ministro de Hacienda, luego de soportar duras críticas de este por cuenta de su propuesta de promover la revocatoria del Congreso de la República y del manejo que les había a algunos asuntos económicos.
Juan Manuel Santos encontró en la iniciativa del Gobierno de revocar el Congreso la mejor oportunidad para ambientar la revocatoria del mandato presidencial, aprovechando que Pastrana atravesaba su peor momento en las encuestas, que lo mostraban con apenas el 25 % de aprobación por cuenta de los diálogos con la Farc. Para ello se valió del senador Luis Guillermo Vélez, una de sus principales fichas en el Congreso, quien propuso una sorpresiva y singular iniciativa: revocar el mandato presidencial si Pastrana insistía en revocar el Congreso.
Pastrana se asustó con el anuncio y luego de perder a su ministro de Gobierno, Néstor Humberto Martínez, quien sería sometido a una moción de censura, no solo no promovió la revocatoria del Congreso, sino que terminó premiando a Juan Manuel Santos, al nombrarlo ministro de Hacienda. Una vez más, Santos –reconocido jugador de póquer– había jugado la carta ganadora.
En muy corto tiempo dos presidentes de la República en ejercicio –Ernesto Samper Pizano y Andrés Pastrana Arango, enemigos irreconciliables, por cuenta del proceso 8.000– fueron blanco de ataques, unos soterrados y otros particularmente virulentos, por parte de un hombre que se trazó desde muy joven la meta de llegar al puesto donde ellos se encontraban. A ambos les demostró que en el cumplimiento de ese propósito vital no tendría piedad ni se mediría en consideraciones políticas o personales.
Pastrana no solo nombró ministro a Santos, sino que terminó agradeciéndole el hecho de haber aceptado la cartera de Hacienda y de haber mostrado muy buenos resultados en corto tiempo, sobre todo en materia de inflación y desempleo, indicadores que mejoraron con su gestión.
Las razones de Santos para aceptar el nombramiento de un presidente al que pocas semanas atrás no solo había descalificado en duros términos, sino que había pretendido desestabilizar al promover la revocatoria de su mandato, fue categórica y soberbia, condición esta última que le reconocen propios y extraños:
—Acepté el cargo para salvar al Gobierno.
Pero la vida política de Juan Manuel Santos –que luego de ser subdirector de El Tiempo, designado a la Presidencia de la República y ministro de tres gobiernos– amenazaba con estancarse y por consiguiente no llevarlo a la Casa de Nariño, el puerto que siempre añoró y por el que siempre luchó con convicción, dio un giro radical con su designación como ministro de Defensa de Álvaro Uribe Vélez, el 19 de julio de 2006, cargo que desempeñó con eficacia hasta mayo de 2009.
Su nombramiento como ministro de Defensa de Uribe causó sorpresa no solo porque Santos se había convertido en duro crítico de la reelección del mandatario desde su columna de El Tiempo, sino porque era de público conocimiento la animadversión de Uribe con la élite bogotana, uno de cuyos representantes más connotados es Juan Manuel Santos.
Sus desencuentros personales y políticos habían sido públicos y ambos se encargaron de resaltarlos. Fue Uribe como senador quien denunció a Juan Manuel Santos, entonces ministro de Hacienda de Pastrana, de pretender revivir los tristemente célebres auxilios parlamentarios, mediante la figura de las partidas regionales. Y fue Santos quien respaldó desde su columna de El Tiempo la campaña de Horacio Serpa en detrimento de la de Uribe. Las suyas eran unas relaciones distantes y –si se quiere– inamistosas.
¿Qué pasó para que se produjera el milagro? El olfato político de Juan Manuel Santos, cualidad que también le reconocen amigos y contradictores, lo llevó en 2005 a proponer la creación de una disidencia uribista del liberalismo, luego de la expulsión –liderada por Piedad Córdoba, la gran enemiga política de Uribe desde la época en que ambos incursionaron en la política antioqueña– de un grupo de parlamentarios que respaldaban la reelección del mandatario, entre ellos el desaparecido Luis Guillermo Vélez, el más santista de los santistas, y Zulema Jattin, vinculada posteriormente al escándalo de la parapolítica.
Santos consideró que el Partido Liberal debía apoyar la reelección de Uribe, quien gozaba en esos momentos de un respaldo popular que superaba el 90 % en las encuestas, y por ello sostenía que oponerse a ese fenómeno político era poco menos que un suicidio.
Ese gesto amistoso de Santos fue muy bien recibido por Uribe, quien avanzaba en darle forma a su proyecto de crear un nuevo partido y fue así como le ofreció un lugar muy destacado en el mismo a Juan Manuel Santos, quien se sumó entonces a los caldenses Óscar Iván Zuluaga y Adriana Gutiérrez, amigos personales de Uribe. El nombre que le pusieron a la criatura fue Partido de Unidad Nacional, más conocido como partido de La U.
La prueba de fuego del nuevo partido y de Juan Manuel Santos fueron las elecciones de 2006, donde con Uribe como candidato a la reelección y unas variadas listas de Senado y Cámara, La U se convirtió en el partido político con mayor votación. Todos –empezando por Uribe– reconocieron el papel fundamental que jugó Santos para el triunfo electoral.
A la hora del reconocimiento por parte de Uribe a sus soldados en la batalla electoral de marzo de 2006, Juan Manuel Santos fue premiado con el Ministerio de Defensa, cargo que, sabía muy bien, se podría convertir en el último escalón para llegar a la Casa de Nariño.
Ser el ministro de Defensa de un país en guerra y bajo las órdenes de quien es considerado el padre de la Seguridad Democrática era tanto como tener en sus manos el boleto ganador del premio gordo de la lotería. El Ministerio de Defensa era quizá la última oportunidad de Santos de ocupar el cargo que había desempeñado su tío abuelo Eduardo Santos Montejo.
Al frente del Ministerio de Defensa, Santos produjo los resultados que Uribe esperaba en su lucha contra los grupos guerrilleros, especialmente las Farc. El grupo insurgente vio caer, como si se tratara de fichas de ajedrez, a sus comandantes Raúl Reyes en territorio ecuatoriano en la llamada Operación Fénix, al Negro Acacio y a Martín Caballero en los Montes de María, entre otros. La guerrilla vio cómo Karina, una de sus comandantes más feroces, se entregaba al Ejército luego de una intensa persecución.
El país presenció anuncios constantes de masivas entregas de guerrilleros, que llevaron al entonces comandante de las Fuerzas Militares, general Freddy Padilla De León, a decir que el país asistía al “fin del fin de las Farc”.
Pero, además, con Santos como ministro de Defensa, las Farc recibieron la peor burla que jamás llegaron a imaginarse: la llamada operación Jaque, que permitió la liberación de la candidata presidencial Íngrid Betancourt, amiga de Santos desde sus tiempos como ministro de Comercio Exterior; 11 militares y policías, y tres estadounidenses que estaban en su poder.
Todo ello sin disparar un solo tiro, pero utilizando emblemas de uso exclusivo de la Cruz Roja, lo que desató una gran controversia internacional. La cinematográfica operación catapultó a Santos ante la opinión pública y le dio el reconocimiento popular que necesitaba con miras a una futura candidatura presidencial.
La capacidad de reacción y su habilidad para manejar la información, producto de sus años como periodista, lo llevaron a sortear con éxito las dos grandes crisis que debió afrontar como ministro de Defensa: la Operación Fénix, donde fue abatido en territorio ecuatoriano Raúl Reyes, conocido como el “canciller” de las Farc, y los llamados “falsos positivos”.
La Operación Fénix –donde también murieron ciudadanos ecuatorianos y mexicanos– produjo la mayor crisis diplomática del gobierno de Álvaro Uribe, quien debió soportar los duros señalamientos del presidente de Ecuador, Rafael Correa, y de su colega venezolano, Hugo Chávez. La justicia ecuatoriana libró orden de captura contra el ministro Santos y otros miembros de la cúpula militar colombiana. A la postre la orden no se hizo efectiva, pues la Interpol –organismo internacional encargado de ejecutarla– la rechazó.
Los falsos positivos se convirtieron en el gran lunar de la Política de Seguridad Democrática. Santos debió hacerle frente a la crisis desatada por la participación de oficiales, suboficiales y soldados del Ejército Nacional en la desaparición de decenas de personas –campesinos en su mayoría– a quienes señalaban de pertenecer a grupos guerrilleros.
La práctica criminal tuvo su origen en la ejecución de una directiva que había sido firmada por Camilo Ospina, antecesor de Santos en el cargo, que apuntaba a darles incentivos económicos, o recompensas, a aquellos miembros del Ejército Nacional que produjeran buenos resultados en la lucha contra las organizaciones insurgentes. En la actualidad la Fiscalía General de la Nación investiga más de 100 desapariciones forzadas.
El ministro Santos debió hacerles frente a quienes lo señalaban de tener “responsabilidad política” en los hechos, entre ellos varios partidos opositores al Gobierno, como el Polo Democrático y Cambio Radical, encabezado por Germán Vargas Lleras, quien, curiosamente, con Santos en la Presidencia de la República terminaría convirtiéndose en su “ministro estrella”.
Aunque la moción de censura que estaba siendo promovida en el Congreso por la oposición fracasó, Santos debió admitir que bajo su mando se realizaron “ejecuciones extrajudiciales por parte de las Fuerzas Armadas”. Los falsos positivos les costaron el cargo a 27 altos oficiales del Ejército, entre ellos su comandante, general Mario Montoya.
Pese a los escándalos, Santos mostró resultados contundentes al frente de la cartera de Defensa. A diferencia de su amigo Fernando Botero Zea, quien fracasó al frente de la misma en tiempos de Samper, Santos sí encontró en ese ministerio la catapulta que necesitaba para cumplir su sueño.
El 18 de mayo de 2009 Santos renunció al Ministerio de Defensa y anunció que solo aspiraría a la Presidencia de la República si el presidente Uribe no lo hacía, o si la Corte Constitucional declaraba inexequible el referendo que permitiría un tercer mandato de Uribe.
Mientras Uribe alargaba su “encrucijada en el alma”, que lo llevaría a dilucidar el dilema de si se lanzaba o no a un tercer período, Santos les medía el pulso a los magistrados de la Corte Constitucional y recibía información en el sentido de que el fallo del alto tribunal no sería favorable al deseo de Uribe de permanecer en la Casa de Nariño por 12 años.
Por ello cuando el 26 de febrero de 2010 la Corte Constitucional declaró inexequible el referendo reeleccionista, Santos hizo público su deseo de aspirar a la Presidencia con el firme propósito de continuar la “política de seguridad del presidente Uribe”.
El entonces presidente –que había visto derrumbarse la candidatura de su alumno predilecto, el ministro Andrés Felipe Arias, “Uribito”, por cuenta del escándalo de Agro Ingreso Seguro revelado por la revista Cambio– y que hasta último momento abrigó la esperanza de que la Corte Constitucional le diera vía libre a un tercer mandato, entendió que todos los astros se habían alineado alrededor de la figura de Santos, a quien le reconocía su excelente gestión al frente del Ministerio de Defensa, pero sobre cuya lealtad tenía serias reservas.
El 12 de marzo, el partido de La U proclamó a Juan Manuel Santos como su candidato presidencial y de inmediato el exministro de Defensa se puso en la tarea de mostrarse como el mejor heredero de la Política de Seguridad Democrática, aunque sin tener el carisma y la popularidad de su mentor político.
Una vez elegido Presidente de la República, Santos tomó decisiones que desconcertaron a quienes, desde el uribismo, respaldaron su candidatura, empezando por el propio expresidente, quien reafirmó sus reservas con respecto a la supuesta lealtad e incondicionalidad de Santos, como era su pretensión.
La primera de ellas ocurrió en julio de 2010 durante la crisis diplomática que se desató entre Colombia y Venezuela por los señalamientos del gobierno de Uribe al de Hugo Chávez de estar protegiendo jefes de las Farc. Al ser consultado al respecto, Santos se abstuvo de hacer un pronunciamiento público, aduciendo que Uribe seguía siendo el presidente en ejercicio.
Luego se reunió con el secretario de Unasur, Néstor Kirchner, y su esposa, la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, con quienes Uribe había mantenido muy malas relaciones.
El otro episodio –calificado como “muy grave” por amigos de Uribe– ocurrió el 10 de agosto, apenas tres días después de haberse posesionado Santos, cuando el nuevo presidente se entrevistó con Chávez en Santa Marta con el fin de acabar con ocho años de pésimas relaciones entre los dos países.
La cordialidad del encuentro, así como las declaraciones de ambos mandatarios luego del mismo, entre ellas la de Santos, quien llamó a Chávez “mi nuevo mejor amigo”, llevaron al expresidente Uribe a calificar a su sucesor como “traidor” y a romper cualquier tipo de diálogo con funcionarios de su gobierno.
Durante su mandato, Santos no ha recibido un solo reconocimiento por parte de Uribe, ni siquiera en los golpes propinados a las Farc en desarrollo de la Política de Seguridad Democrática, como la muerte el 23 de septiembre de 2010 de Jorge Briceño Suárez, Mono Jojoy, considerado el jefe militar de esa organización guerrillera.
En la actualidad la distancia entre Uribe y quien fuera su ministro de Defensa, como dice el célebre corrido mexicano, es cada día más grande. En esas circunstancias, las elecciones de 2014 serán, sin duda, la primera gran medición de fuerzas entre dos hombres combativos y apegados al poder, aunque con talantes y orígenes distintos.
Mientras Uribe disfruta del roce con las multitudes y es feliz montando a caballo y recorriendo el país con poncho y sombrero, Santos se siente más cómodo en los grandes salones de tapete rojo y muebles mullidos, rodeado de personas con quienes puede tener una fluida interlocución.
De lo que no hay duda es de que la medición de fuerzas electorales entre Santos y Uribe terminará definiendo el futuro político del país. Santos le apuesta a la negociación con las Farc como la única salida al conflicto armado que padece Colombia desde hace 50 años, mientras Uribe cree que lo que se negocia en La Habana no es la paz, sino la impunidad de los jefes guerrilleros.
Las elecciones presidenciales de 2014 le permitirán al país conocer la verdadera dimensión política de Juan Manuel Santos, quien no solo no tendrá la sombra protectora de Uribe, como ocurrió en 2010, sino que deberá enfrentarse a ella y derrotarla.
Es bastante probable que esa sea la verdadera motivación de la aventura que emprendió de nuevo Juan Manuel Santos en su deseo de continuar en la Casa de Nariño hasta 2018, a pesar del cansancio natural que produce el ejercicio del poder en un país tan convulsionado como Colombia y de la advertencia de amigos y familiares que temen por su salud, luego de haber superado episodios de cáncer, el más reciente como presidente de la República.
En 2014 Juan Manuel Santos quiere probarse y probarles a los demás que –como le escuchó alguna vez a su padre, Enrique Santos Castillo– “uno en la vida no debe arrepentirse de lo que hizo, sino de lo que dejó de hacer”.
Al cierre de este perfil es apresurado hacer un balance consolidado del gobierno Santos, quien no desaprovecha oportunidad para hablar de las bondades de su mandato en lo social, lo económico y lo político. La hora de la verdad se conocerá cuando la campaña entre en la recta final y los candidatos empiecen a sacarse los trapos al sol. Por ahora tiene a su favor el inmenso poder que da hacer campaña desde la Casa de Nariño y un enorme presupuesto por repartir.
Santos quiere ser presidente de Colombia por ocho años, al igual que la persona que le dio la oportunidad de ser presidente por primera vez, pero que terminó convertido en su más grande enemigo político. En esta oportunidad, como en la primera, también tiene a su lado al temido J. J. Rendón, quien salvó su campaña cuando todo hacía presagiar un naufragio.
*Este perfil hace parte del libro Los Suspirantes 2014, publicado por la Editorial Planeta. Publicado originalmente el 25 de mayo , 2014
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Juan Manuel Santos: de señor de la guerra a Nobel de paz
El periodista Óscar Montes, escribió este perfil para el libro Los Suspirantes, donde muestra la trayectoria de un político a punta de cálculos y alianzas
Esa mañana del 3 de mayo de 2010 el candidato presidencial Juan Manuel Santos Calderón lucía particularmente nervioso, algo que llamó la atención de sus colaboradores, pero sobre todo de sus familiares y amigos más cercanos, quienes han aprendido a lidiar con la frialdad que lo caracteriza, aun en los momentos más adversos. Santos es un hombre que sabe controlar muy bien sus estados de ánimo y es mucho más racional que emocional, como buen Leo.
No obstante, no era ese el hombre que sus amigos y familiares tenían frente a sus ojos. Su esposa, María Clemencia Rodríguez, “Tutina” para sus amigos, y sus hijos, Martín, María Antonia y Esteban, advirtieron en su mirada un poco de angustia por el difícil momento que atravesaba la campaña presidencial a la que varios expertos le anunciaban un pronto naufragio.
Juan Manuel Santos como candidato tiene dos graves problemas: no tiene carisma y tampoco es buen comunicador.
Esa frase la escuché muchas veces en plena campaña por la Presidencia, de labios de encuestadores y expertos en marketing electoral, quienes le auguraban poco éxito a la campaña oficialista de Santos.
Por cuenta de su falta de carisma y de una mala estrategia para comunicar su mensaje, Juan Manuel Santos estaba arriesgando la Presidencia de la República, el sueño más importante de su vida y la tarea para la que se había preparado con esmero y disciplina desde muy joven.
Su peculiar tartamudez, que lo acompaña desde su infancia y que prácticamente había sido desterrada gracias a una rutina diaria de ejercicios de vocalización que se impuso tiempo atrás, reapareció ese día con mayor intensidad, hasta el punto de que quienes estaban a su alrededor debían hacer grandes esfuerzos para entender con claridad sus palabras.
Cuando llegó a la sala de prensa, que había sido acondicionada por su equipo de campaña para la ocasión, tomó el micrófono con firmeza, y sin mayores preámbulos anunció: “He tomado la decisión de hacer cambios fundamentales en mi equipo de asesores y a partir de este momento queda al frente de la dirección de comunicaciones el señor J. J. Rendón”.
Pocos minutos después abandonó la sala de prensa y se dirigió a su despacho, ante la perplejidad de varios de sus asesores, entre ellos algunos del equipo de comunicaciones, que solo en ese momento se enteraron de los drásticos cambios realizados por el candidato presidencial.
Aunque era un secreto a voces que las cosas en la campaña oficialista no marchaban bien y que el candidato no estaba conforme con los resultados obtenidos hasta ese momento, lo que más llamó la atención fue el hecho de que semejante golpe de timón se produjera a escasos 27 días de la primera vuelta presidencial. Hubo quienes, inclusive, calificaron la audaz decisión como un suicidio político o –en el mejor de los casos– un acto desesperado.
Ni lo uno ni lo otro. Los hechos demostrarían poco tiempo después que la decisión fue correcta. El controvertido asesor venezolano J. J. Rendón tuvo la capacidad de darle el vuelco que la campaña necesitaba para derrotar a los otros candidatos, especialmente a Antanas Mockus, considerado el rival a vencer, quien mostraba cada día un extraordinario crecimiento en las encuestas.
J. J. Rendón le dio a la campaña de Santos lo que Santos quería: agresividad extrema y arremeter con todo. Con la llegada de Rendón empezaron a llover golpes constantes al hígado de los demás candidatos, comenzando por el exalcalde Mockus, quien habría de sufrir en carne propia la intensidad de los ataques diseñados por Rendón y ejecutados por Santos.
Hasta el mismísimo presidente de la República, Álvaro Uribe Vélez, se sumó a esa causa y sin ningún rubor se puso la camiseta del candidato de sus preferencias, algo de lo que meses después se arrepentiría.
El llamado “rey de la rumorología” hizo honor a su remoquete y desde las filas del candidato Santos empezó a bombardear de forma inclemente al aspirante favorito en las encuestas, quien, ante la agresión inclemente y desbordada, comenzó a lucir dubitativo, nervioso y hasta temeroso.
El presidente Uribe, que debía ser prenda de garantía de todos los aspirantes a sucederlo y cuya popularidad alcanzaba cifras superiores al 90 % de aprobación por parte de los colombianos, no ahorró esfuerzos en sus ataques a quien consideraba su peor enemigo político.
“Me parece grave –declaró Uribe en plena campaña– que cuando algunos en el país dejaron crecer la guerrilla y el paramilitarismo, hoy se presenten como los honestos en contra de la corrupción y la politiquería”.
La declaración del Jefe del Estado apuntaba directamente a la yugular de Mockus, a quien le pasaba la cuenta de cobro por el ataque con morteros que sufrió la Casa de Nariño el 7 de agosto de 2002 durante su posesión por primera vez como presidente, siendo alcalde de Bogotá quien ahora figuraba como la principal amenaza electoral de su pupilo político.
En su afán por descalificar a Mockus, Uribe llegó a llamarlo “caballo discapacitado”, en clara alusión a la enfermedad de Párkinson que le había sido diagnosticada recientemente y que fue puesta en evidencia por empleados de la campaña de Santos, quienes se encargaron de hacer circular la versión por los distintos medios de comunicación de Bogotá. Ante el aluvión de rumores, el propio Mockus debió salir a reconocer que padecía el mal.
De la mano de Rendón –y con la anuencia del candidato Santos y el presidente Uribe–, la campaña presidencial entró de lleno en el terreno de la “rumorología” y de los ataques aleves, campo en el que el estratega venezolano se mueve con propiedad.
La agresiva estrategia diseñada por J. J. Rendón, aunque criticada por los contrincantes del candidato oficialista, puso fin a la paridad que mostraban las encuestas y le rompió el espinazo a la tendencia electoral que daba como ganador a Mockus, por encima de Santos, Germán Vargas Lleras, Noemí Sanín y Gustavo Petro, los otros candidatos.
Pero J. J. Rendón no solo se dedicó a ensuciar la campaña electoral con conjeturas y chismes sobre los demás aspirantes. Dentro de su nueva estrategia borró el color naranja de toda la papelería que identificaba la campaña de Santos, puso a Uribe en el centro de la foto y mandó al candidato a un segundo plano, todo lo contrario a lo que hasta ese momento habían hecho sus estrategas, muchos de los cuales provenían de la Casa de Nariño.
Por recomendación expresa de J. J. Rendón, Santos comenzó a mostrarse más uribista que el propio Uribe y empezó a mostrar la faceta del alumno aplicado en lugar de la del alumno aventajado, que era con la que mejor se sentía. Rendón convenció a Santos de lo que parecía imposible: que en la campaña presidencial el importante era Uribe y no él, algo que, al comienzo, le produjo malestar, teniendo en cuenta sus muy bajos niveles de humildad y modestia. Pese a esa resistencia, J. J. Rendón no cedió un milímetro en su pretensión:
“Si queremos ganar, tenemos que entender que aquí el importante es Uribe”, fue la premisa que se impuso a partir de ese momento.
A la postre la estrategia de Rendón funcionó y Santos ganó en las dos vueltas presidenciales. La primera el 30 de mayo, con algo más del 65 %, y la segunda el 20 de junio, con el 69 %. En ambas derrotó a Antanas Mockus, el candidato favorito en las encuestas hasta la llegada de J. J. Rendón.
En la segunda vuelta, Santos sacó nueve millones de votos, mientras Mockus obtuvo 3,5 millones. La votación de Santos ha sido la más alta obtenida por un aspirante a la Presidencia de la República en el país.
El secreto del triunfo estuvo en la decisión que tomó Santos de poner al frente de su estrategia electoral al “rey de la rumorología” en América Latina. Al traerlo a sus huestes, Santos jugó la carta ganadora y silenció a quienes había apostado por su fracaso.
Uno de los más contentos con el triunfo de Santos fue Germán Chica, amigo personal de Rendón y hombre de absoluta confianza de Santos desde los tiempos en que este creó la Fundación Buen Gobierno, entidad que funciona como centro de pensamiento santista, pero, sobre todo, como plataforma política y electoral del ahora candidato presidencial a la reelección. Chica fue determinante para que Santos diera el timonazo cuando su campaña fracasaba, y se decidiera a darle vía libre a Rendón para que ejecutara su estrategia electoral.
La elección de Juan Manuel Santos como el presidente número 70 en la historia republicana de Colombia fue interpretada por sus amigos y por quienes lo conocen desde sus tiempos de estudiante de Economía y Administración de Empresas de la Universidad de Kansas, Estados Unidos, de Economía y Desarrollo Económico del London School of Economics y de Administración Pública de la Universidad de Harvard, como un hecho natural, producto de su habilidad política –que lo lleva a estar siempre en el momento indicado y a la hora precisa de la toma de las grandes decisiones– y de su disciplina académica.
“A la hora de la foto, Juan Manuel siempre aparece”, me dijo un colega de gabinete de Santos en tiempos de Andrés Pastrana.
Sus mejores amigos, que son bien escasos, entre ellos Felipe López Caballero, dueño de la revista Semana, y José Gabriel Ortiz, actual embajador en México, daban por hecho que tarde o temprano, Juan Manuel Santos sería presidente de Colombia.
“¿Alguien duda de que Juan Manuel va a ser presidente de Colombia?” era una de las preguntas que López Caballero pronunciaba con mayor énfasis cada vez que Semana debía ocuparse de un tema relacionado con las actividades políticas de su gran amigo, con quien compartió largas jornadas en Londres, cuando ambos eran funcionarios de la Federación Colombiana de Cafeteros a mediados de los 70.
Otras personas bastante allegadas a Santos, entre ellas varios políticos que se encargaron de abrirle trocha en el Partido Liberal cuando la Presidencia de la República era un sueño lejano, como Rodolfo González, Rodrigo Garavito y Eduardo Mestre Sarmiento, miembros destacados de lo que en su momento se llamó el “Grupo de la Contraloría”, también hicieron la misma apuesta. Los nombres de todos ellos no se volvieron a pronunciar por parte de los amigos más cercanos a Santos, debido a que todos fueron vinculados, procesados y encarcelados por cuenta del proceso 8.000, durante el gobierno de Ernesto Samper.
A la postre todos acertaron en su pronóstico respecto al futuro político de Juan Manuel Santos, como también acertó su otro amigo, también caído en desgracia, Fernando Botero Zea, a quien en más de una tertulia con vinos y tapas españolas le escuchó decir que en un país en guerra como Colombia el mejor camino para llegar a la Casa de Nariño es el Ministerio de Defensa.
Paradójicamente el consejo le funcionó a Santos en tiempos de Álvaro Uribe, que lo nombró ministro de Defensa, pero no a Botero en tiempos de Ernesto Samper, pues el hijo del maestro Fernando Botero y de Gloria Zea debió abandonar el cargo, purgar cárcel durante un tiempo y luego vivir en el ostracismo en México por cuenta del proceso 8.000.
En la búsqueda de la Presidencia de la República, Juan Manuel Santos encontró en El Tiempo, periódico que fuera de su familia, el mejor trampolín para alcanzar esa meta. En efecto, mientras sus hermanos y primos veían en el diario bogotano el escenario natural para desarrollarse profesionalmente, Juan Manuel Santos sabía que se trataba del mejor medio para alcanzar la meta que se había propuesto de ser presidente.
A diferencia de su hermano Enrique y de sus primos Rafael y Francisco, quienes llegaron a El Tiempo en calidad de “cargaladrillos” de la redacción, hasta acceder tiempo después a puestos directivos, como la jefatura de Redacción y la codirección, Juan Manuel ingresó a El Tiempo por la puerta ancha de la subdirección en 1981, cargo al que llegó después de desempeñarse como delegado de la Federación Nacional de Cafeteros ante la Organización Internacional del Café en Londres durante nueve años, desde 1972, poco después de culminar sus estudios universitarios en Estados Unidos.
Desde la Subdirección de El Tiempo Juan Manuel echó línea política, hizo amigos y marcó derroteros mediante sus editoriales. En otras palabras, el diario le permitió mover los hilos del poder, que fue siempre su verdadera motivación periodística. Mientras Enrique, su hermano mayor, y sus primos Rafael y Pacho,buscaban chivas y ganaban premios como periodistas, Juan Manuel cultivaba amigos que le permitieran subir a la Presidencia de la República desde la escalera de El Tiempo.
Guillermo Pérez, veterano periodista y editor político de El Tiempo durante muchos años, justificaba el hecho de destacar las actividades de algunos políticos locales y nacionales por encima de las de otros con una frase que terminó por hacer carrera en sala de redacción del diario:
“Don Enrique, es que él es de los amigos de Juan Manuel”, respondía Pérez, cada vez que el entonces editor general del periódico –ya fallecido– y padre del hoy presidente, le increpaba por haberle dado demasiado despliegue –con foto incluida– a un político con poco renombre, a los que él llamaba con sorna “lagartos”.
A diferencia de su abuelo Enrique Santos Montejo, Calibán, considerado en su momento el mejor columnista del país, y de su padre, Enrique Santos Castillo, editor general de El Tiempo durante 59 años hasta el día de su muerte, Juan Manuel Santos Calderón tiene más alma de político que de periodista; aunque narra con orgullo su paso por el diario bogotano, es evidente que sus grandes emociones no provienen de una exclusiva periodística o de la posibilidad de obtener una entrevista reveladora, sino de un triunfo electoral o de la derrota aplastante de uno de sus enemigos políticos.
Ahí radica el gran parecido con su tío abuelo el expresidente liberal Eduardo Santos Montejo, presidente de Colombia entre 1938 y 1942 y dueño de El Tiempodurante varias décadas.
Juan Manuel Santos hace parte de la vieja escuela de políticos con periódicos, que durante décadas marcó el derrotero del país, como los expresidentes conservadores Laureano Gómez, fundador y dueño de El Siglo, y Mariano Ospina Pérez, propietario de La República, quienes hicieron de las páginas de sus diarios sus trincheras para defenderse o atacar a sus contradictores.
De manera que dada su vocación más de político que de reportero, era evidente que cuando las escalinatas de El Tiempo no fueran suficientes para alcanzar sus verdaderos propósitos, Juan Manuel Santos daría el paso que lo alejaría para siempre de la sala de redacción y lo llevaría al mundo despiadado pero fascinante de la política, el que le apasiona en realidad.
Ingresar a la política le costó el distanciamiento de su familia, empezando por su hermano Enrique y sus primos Rafael y Pacho. El primero llegó, inclusive, a afirmar en una entrevista, siendo Juan Manuel Santos ministro de César Gaviria: “Dios nos libre si él es presidente”, frase de la que se arrepintió luego de escuchar la primera alocución de su hermano como presidente, el 7 de agosto de 2010, la que calificó como “impactante, coherente e impecablemente articulada”.
Juan Manuel Santos llegó a la política de la mano del presidente César Gaviria, quien lo nombró ministro de Comercio Exterior en 1991. Las malas lenguas afirman que el cabildeo por parte de Santos desde las páginas de El Tiempo y de sus amigos desde otros frentes para que se diera su nombramiento, fue intenso, mientras que Santos y el propio Gaviria sostienen que nadie tenía mejores méritos para el cargo que el entonces subdirector del diario bogotano.
Sea cual sea la versión correcta, lo cierto es que nadie mejor que Juan Manuel Santos sabe lo que vale y pesa en el país un titular de El Tiempo, mucho más si quien es objeto del mismo es el propio presidente de la República.
Como miembro del gabinete de Gaviria, Santos debió padecer dos hechos que pusieron a prueba su recién estrenada piel de político: la fuga de Pablo Escobar de la cárcel de La Catedral y el tristemente célebre apagón por culpa del intenso verano que azotó el país. El primero por poco le cuesta la cabeza a su colega de gabinete Rafael Pardo, entonces ministro de Defensa, y el segundo le permitió implementar el cambio de la hora legal del país al horario del verano durante nueve meses en un intento por aminorar los efectos del racionamiento eléctrico. Al final, el agua sucia del apagón le cayó a Gaviria y el chaparrón por la fuga de Escobar lo soportó Pardo.
Como ocurre con los niños que prueban la mermelada y les gusta, a Santos el mundo de la política terminó por convencerlo de que había tomado la decisión acertada cuando optó por abandonar El Tiempo, cuya Dirección, sin duda, habría ocupado de haber seguido en el diario.
Al abandonar el Ministerio de Comercio Exterior en 1993, Santos le apuntó a un cargo que le permitiría tener un trato más directo con la clase política nacional: ser elegido por el Senado el último designado a la Presidencia, pues la figura desapareció para darle paso a la Vicepresidencia de la República, figura creada por la Constitución de 1991.
Para acceder a dicho cargo, Santos debió partir cobijas con uno de sus amigos políticos, el dirigente antioqueño William Jaramillo, quien dada su trayectoria daba por descontada su elección. En esa oportunidad Santos se valió de la influencia de los “innombrables” –González, Garavito y Mestre–, quienes se encargaron de mover los hilos en el Senado para que él, que no tenía entonces mayor ascendencia sobre los congresistas, derrotara a Jaramillo. A esa causa se sumó otro santista incondicional, el desaparecido senador antioqueño Luis Guillermo Vélez.
De manera que en su incipiente carrera política, Santos cumplió una premisa fundamental para quienes desean figurar en ese mundo: ser primero o último, pues nadie se acuerda de los demás. Él fue el primer ministro de Comercio Exterior y el último designado a la Presidencia.
Entre 1995 y 1997 Santos se desempeñó como codirector del liberalismo, cargo al que renunció con la intención de presentar su precandidatura presidencial, aspiración que a la postre abandonó al no encontrar ambiente propicio para darle viabilidad a su propósito.
Luego de retirarse del cargo directivo en el liberalismo, protagonizó uno de los capítulos más controvertidos en su vida como hombre público: la propuesta de realizar una Asamblea Constituyente que permitiera una salida política a la crisis que afrontaba el presidente Ernesto Samper por cuenta del proceso 8.000.
Protagonistas estelares de ese episodio, como el exministro conservador Álvaro Leyva Durán, muy cercano a las Farc, sostienen que la propuesta fue ventilada por Santos ante las Farc y ante otros cuestionados personajes del país, como el desaparecido “zar de las esmeraldas”, Víctor Carranza, señalado de tener vínculos con grupos paramilitares en los Llanos Orientales.
De la participación de Santos en la crisis de Samper quedó como constancia una carta que dirigió al presidente en 1997 en la que propuso por primera vez la creación de una zona de distensión para los grupos guerrilleros, idea que posteriormente retomó Andrés Pastrana, cuando ganó la Presidencia en 1998. En la misiva a Samper, Santos planteó:
“Una vez integrado el gobierno, el señor presidente, en su condición de director de la fuerza pública y comandante supremo de las Fuerzas Armadas de la República, procedería a ordenar el despeje de un área previamente acordada del territorio nacional en conflicto, o, lo que es igual, a efectuar el retiro de la fuerza pública del espacio geográfico predeterminado. Esta área se convertiría en zona de distensión y diálogo a fin de facilitar, con plenas garantías y total seguridad, el encuentro de representantes del Gobierno, del Congreso, de la sociedad civil y de la Comisión de Conciliación Nacional con los insurgentes”.
Se podría decir que este es el primer pronunciamiento oficial de Santos en lo que tiene que ver con el tema de la paz, el mismo que –una vez en la Presidencia de la República en agosto de 2010– terminó convirtiéndose en su principal bandera política y electoral, al liderar la negociación con las Farc en La Habana, Cuba, proceso que se lleva a cabo en la actualidad.
La carta no obtuvo respuesta por parte del presidente Samper, quien terminó dándole crédito a la tesis de la supuesta conspiración de Santos para derrocarlo, algo que el propio Santos se encargó de desvirtuarle mucho tiempo después, ya como jefe del Estado.
La versión de Santos sobre el espinoso asunto es mucho más sencilla: la Asamblea Constituyente no comprometía la estabilidad de Samper, puesto que sería su sucesor quien se encargaría de convocarla y la misma sería el resultado de las discusiones entre el Gobierno y la guerrilla. La tarea del presidente en ejercicio –Samper, en este caso– no sería otra que la de ordenar el despeje de una región del país previamente acordada.
Sea como fuere, la distancia entre Samper y Santos se hizo más grande por cuenta de este episodio y solo se estrechó cuando Santos llegó a la Casa de Nariño en 2010 y limó asperezas con quien durante su gobierno llegó a matricularlo en el llamado “club de los conspis”, es decir el de aquellas personas que pretendían sacarlo a gorrazos de la Presidencia por cuenta del escándalo del proceso 8.000.
En julio de 2000 Andrés Pastrana, con quien Santos también había tenido agrios enfrentamientos, precisamente por el tema de los diálogos del Caguán, lo nombró ministro de Hacienda, luego de soportar duras críticas de este por cuenta de su propuesta de promover la revocatoria del Congreso de la República y del manejo que les había a algunos asuntos económicos.
Juan Manuel Santos encontró en la iniciativa del Gobierno de revocar el Congreso la mejor oportunidad para ambientar la revocatoria del mandato presidencial, aprovechando que Pastrana atravesaba su peor momento en las encuestas, que lo mostraban con apenas el 25 % de aprobación por cuenta de los diálogos con la Farc. Para ello se valió del senador Luis Guillermo Vélez, una de sus principales fichas en el Congreso, quien propuso una sorpresiva y singular iniciativa: revocar el mandato presidencial si Pastrana insistía en revocar el Congreso.
Pastrana se asustó con el anuncio y luego de perder a su ministro de Gobierno, Néstor Humberto Martínez, quien sería sometido a una moción de censura, no solo no promovió la revocatoria del Congreso, sino que terminó premiando a Juan Manuel Santos, al nombrarlo ministro de Hacienda. Una vez más, Santos –reconocido jugador de póquer– había jugado la carta ganadora.
En muy corto tiempo dos presidentes de la República en ejercicio –Ernesto Samper Pizano y Andrés Pastrana Arango, enemigos irreconciliables, por cuenta del proceso 8.000– fueron blanco de ataques, unos soterrados y otros particularmente virulentos, por parte de un hombre que se trazó desde muy joven la meta de llegar al puesto donde ellos se encontraban. A ambos les demostró que en el cumplimiento de ese propósito vital no tendría piedad ni se mediría en consideraciones políticas o personales.
Pastrana no solo nombró ministro a Santos, sino que terminó agradeciéndole el hecho de haber aceptado la cartera de Hacienda y de haber mostrado muy buenos resultados en corto tiempo, sobre todo en materia de inflación y desempleo, indicadores que mejoraron con su gestión.
Las razones de Santos para aceptar el nombramiento de un presidente al que pocas semanas atrás no solo había descalificado en duros términos, sino que había pretendido desestabilizar al promover la revocatoria de su mandato, fue categórica y soberbia, condición esta última que le reconocen propios y extraños:
—Acepté el cargo para salvar al Gobierno.
Pero la vida política de Juan Manuel Santos –que luego de ser subdirector de El Tiempo, designado a la Presidencia de la República y ministro de tres gobiernos– amenazaba con estancarse y por consiguiente no llevarlo a la Casa de Nariño, el puerto que siempre añoró y por el que siempre luchó con convicción, dio un giro radical con su designación como ministro de Defensa de Álvaro Uribe Vélez, el 19 de julio de 2006, cargo que desempeñó con eficacia hasta mayo de 2009.
Su nombramiento como ministro de Defensa de Uribe causó sorpresa no solo porque Santos se había convertido en duro crítico de la reelección del mandatario desde su columna de El Tiempo, sino porque era de público conocimiento la animadversión de Uribe con la élite bogotana, uno de cuyos representantes más connotados es Juan Manuel Santos.
Sus desencuentros personales y políticos habían sido públicos y ambos se encargaron de resaltarlos. Fue Uribe como senador quien denunció a Juan Manuel Santos, entonces ministro de Hacienda de Pastrana, de pretender revivir los tristemente célebres auxilios parlamentarios, mediante la figura de las partidas regionales. Y fue Santos quien respaldó desde su columna de El Tiempo la campaña de Horacio Serpa en detrimento de la de Uribe. Las suyas eran unas relaciones distantes y –si se quiere– inamistosas.
¿Qué pasó para que se produjera el milagro? El olfato político de Juan Manuel Santos, cualidad que también le reconocen amigos y contradictores, lo llevó en 2005 a proponer la creación de una disidencia uribista del liberalismo, luego de la expulsión –liderada por Piedad Córdoba, la gran enemiga política de Uribe desde la época en que ambos incursionaron en la política antioqueña– de un grupo de parlamentarios que respaldaban la reelección del mandatario, entre ellos el desaparecido Luis Guillermo Vélez, el más santista de los santistas, y Zulema Jattin, vinculada posteriormente al escándalo de la parapolítica.
Santos consideró que el Partido Liberal debía apoyar la reelección de Uribe, quien gozaba en esos momentos de un respaldo popular que superaba el 90 % en las encuestas, y por ello sostenía que oponerse a ese fenómeno político era poco menos que un suicidio.
Ese gesto amistoso de Santos fue muy bien recibido por Uribe, quien avanzaba en darle forma a su proyecto de crear un nuevo partido y fue así como le ofreció un lugar muy destacado en el mismo a Juan Manuel Santos, quien se sumó entonces a los caldenses Óscar Iván Zuluaga y Adriana Gutiérrez, amigos personales de Uribe. El nombre que le pusieron a la criatura fue Partido de Unidad Nacional, más conocido como partido de La U.
La prueba de fuego del nuevo partido y de Juan Manuel Santos fueron las elecciones de 2006, donde con Uribe como candidato a la reelección y unas variadas listas de Senado y Cámara, La U se convirtió en el partido político con mayor votación. Todos –empezando por Uribe– reconocieron el papel fundamental que jugó Santos para el triunfo electoral.
A la hora del reconocimiento por parte de Uribe a sus soldados en la batalla electoral de marzo de 2006, Juan Manuel Santos fue premiado con el Ministerio de Defensa, cargo que, sabía muy bien, se podría convertir en el último escalón para llegar a la Casa de Nariño.
Ser el ministro de Defensa de un país en guerra y bajo las órdenes de quien es considerado el padre de la Seguridad Democrática era tanto como tener en sus manos el boleto ganador del premio gordo de la lotería. El Ministerio de Defensa era quizá la última oportunidad de Santos de ocupar el cargo que había desempeñado su tío abuelo Eduardo Santos Montejo.
Al frente del Ministerio de Defensa, Santos produjo los resultados que Uribe esperaba en su lucha contra los grupos guerrilleros, especialmente las Farc. El grupo insurgente vio caer, como si se tratara de fichas de ajedrez, a sus comandantes Raúl Reyes en territorio ecuatoriano en la llamada Operación Fénix, al Negro Acacio y a Martín Caballero en los Montes de María, entre otros. La guerrilla vio cómo Karina, una de sus comandantes más feroces, se entregaba al Ejército luego de una intensa persecución.
El país presenció anuncios constantes de masivas entregas de guerrilleros, que llevaron al entonces comandante de las Fuerzas Militares, general Freddy Padilla De León, a decir que el país asistía al “fin del fin de las Farc”.
Pero, además, con Santos como ministro de Defensa, las Farc recibieron la peor burla que jamás llegaron a imaginarse: la llamada operación Jaque, que permitió la liberación de la candidata presidencial Íngrid Betancourt, amiga de Santos desde sus tiempos como ministro de Comercio Exterior; 11 militares y policías, y tres estadounidenses que estaban en su poder.
Todo ello sin disparar un solo tiro, pero utilizando emblemas de uso exclusivo de la Cruz Roja, lo que desató una gran controversia internacional. La cinematográfica operación catapultó a Santos ante la opinión pública y le dio el reconocimiento popular que necesitaba con miras a una futura candidatura presidencial.
La capacidad de reacción y su habilidad para manejar la información, producto de sus años como periodista, lo llevaron a sortear con éxito las dos grandes crisis que debió afrontar como ministro de Defensa: la Operación Fénix, donde fue abatido en territorio ecuatoriano Raúl Reyes, conocido como el “canciller” de las Farc, y los llamados “falsos positivos”.
La Operación Fénix –donde también murieron ciudadanos ecuatorianos y mexicanos– produjo la mayor crisis diplomática del gobierno de Álvaro Uribe, quien debió soportar los duros señalamientos del presidente de Ecuador, Rafael Correa, y de su colega venezolano, Hugo Chávez. La justicia ecuatoriana libró orden de captura contra el ministro Santos y otros miembros de la cúpula militar colombiana. A la postre la orden no se hizo efectiva, pues la Interpol –organismo internacional encargado de ejecutarla– la rechazó.
Los falsos positivos se convirtieron en el gran lunar de la Política de Seguridad Democrática. Santos debió hacerle frente a la crisis desatada por la participación de oficiales, suboficiales y soldados del Ejército Nacional en la desaparición de decenas de personas –campesinos en su mayoría– a quienes señalaban de pertenecer a grupos guerrilleros.
La práctica criminal tuvo su origen en la ejecución de una directiva que había sido firmada por Camilo Ospina, antecesor de Santos en el cargo, que apuntaba a darles incentivos económicos, o recompensas, a aquellos miembros del Ejército Nacional que produjeran buenos resultados en la lucha contra las organizaciones insurgentes. En la actualidad la Fiscalía General de la Nación investiga más de 100 desapariciones forzadas.
El ministro Santos debió hacerles frente a quienes lo señalaban de tener “responsabilidad política” en los hechos, entre ellos varios partidos opositores al Gobierno, como el Polo Democrático y Cambio Radical, encabezado por Germán Vargas Lleras, quien, curiosamente, con Santos en la Presidencia de la República terminaría convirtiéndose en su “ministro estrella”.
Aunque la moción de censura que estaba siendo promovida en el Congreso por la oposición fracasó, Santos debió admitir que bajo su mando se realizaron “ejecuciones extrajudiciales por parte de las Fuerzas Armadas”. Los falsos positivos les costaron el cargo a 27 altos oficiales del Ejército, entre ellos su comandante, general Mario Montoya.
Pese a los escándalos, Santos mostró resultados contundentes al frente de la cartera de Defensa. A diferencia de su amigo Fernando Botero Zea, quien fracasó al frente de la misma en tiempos de Samper, Santos sí encontró en ese ministerio la catapulta que necesitaba para cumplir su sueño.
El 18 de mayo de 2009 Santos renunció al Ministerio de Defensa y anunció que solo aspiraría a la Presidencia de la República si el presidente Uribe no lo hacía, o si la Corte Constitucional declaraba inexequible el referendo que permitiría un tercer mandato de Uribe.
Mientras Uribe alargaba su “encrucijada en el alma”, que lo llevaría a dilucidar el dilema de si se lanzaba o no a un tercer período, Santos les medía el pulso a los magistrados de la Corte Constitucional y recibía información en el sentido de que el fallo del alto tribunal no sería favorable al deseo de Uribe de permanecer en la Casa de Nariño por 12 años.
Por ello cuando el 26 de febrero de 2010 la Corte Constitucional declaró inexequible el referendo reeleccionista, Santos hizo público su deseo de aspirar a la Presidencia con el firme propósito de continuar la “política de seguridad del presidente Uribe”.
El entonces presidente –que había visto derrumbarse la candidatura de su alumno predilecto, el ministro Andrés Felipe Arias, “Uribito”, por cuenta del escándalo de Agro Ingreso Seguro revelado por la revista Cambio– y que hasta último momento abrigó la esperanza de que la Corte Constitucional le diera vía libre a un tercer mandato, entendió que todos los astros se habían alineado alrededor de la figura de Santos, a quien le reconocía su excelente gestión al frente del Ministerio de Defensa, pero sobre cuya lealtad tenía serias reservas.
El 12 de marzo, el partido de La U proclamó a Juan Manuel Santos como su candidato presidencial y de inmediato el exministro de Defensa se puso en la tarea de mostrarse como el mejor heredero de la Política de Seguridad Democrática, aunque sin tener el carisma y la popularidad de su mentor político.
Una vez elegido Presidente de la República, Santos tomó decisiones que desconcertaron a quienes, desde el uribismo, respaldaron su candidatura, empezando por el propio expresidente, quien reafirmó sus reservas con respecto a la supuesta lealtad e incondicionalidad de Santos, como era su pretensión.
La primera de ellas ocurrió en julio de 2010 durante la crisis diplomática que se desató entre Colombia y Venezuela por los señalamientos del gobierno de Uribe al de Hugo Chávez de estar protegiendo jefes de las Farc. Al ser consultado al respecto, Santos se abstuvo de hacer un pronunciamiento público, aduciendo que Uribe seguía siendo el presidente en ejercicio.
Luego se reunió con el secretario de Unasur, Néstor Kirchner, y su esposa, la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, con quienes Uribe había mantenido muy malas relaciones.
El otro episodio –calificado como “muy grave” por amigos de Uribe– ocurrió el 10 de agosto, apenas tres días después de haberse posesionado Santos, cuando el nuevo presidente se entrevistó con Chávez en Santa Marta con el fin de acabar con ocho años de pésimas relaciones entre los dos países.
La cordialidad del encuentro, así como las declaraciones de ambos mandatarios luego del mismo, entre ellas la de Santos, quien llamó a Chávez “mi nuevo mejor amigo”, llevaron al expresidente Uribe a calificar a su sucesor como “traidor” y a romper cualquier tipo de diálogo con funcionarios de su gobierno.
Durante su mandato, Santos no ha recibido un solo reconocimiento por parte de Uribe, ni siquiera en los golpes propinados a las Farc en desarrollo de la Política de Seguridad Democrática, como la muerte el 23 de septiembre de 2010 de Jorge Briceño Suárez, Mono Jojoy, considerado el jefe militar de esa organización guerrillera.
En la actualidad la distancia entre Uribe y quien fuera su ministro de Defensa, como dice el célebre corrido mexicano, es cada día más grande. En esas circunstancias, las elecciones de 2014 serán, sin duda, la primera gran medición de fuerzas entre dos hombres combativos y apegados al poder, aunque con talantes y orígenes distintos.
Mientras Uribe disfruta del roce con las multitudes y es feliz montando a caballo y recorriendo el país con poncho y sombrero, Santos se siente más cómodo en los grandes salones de tapete rojo y muebles mullidos, rodeado de personas con quienes puede tener una fluida interlocución.
De lo que no hay duda es de que la medición de fuerzas electorales entre Santos y Uribe terminará definiendo el futuro político del país. Santos le apuesta a la negociación con las Farc como la única salida al conflicto armado que padece Colombia desde hace 50 años, mientras Uribe cree que lo que se negocia en La Habana no es la paz, sino la impunidad de los jefes guerrilleros.
Las elecciones presidenciales de 2014 le permitirán al país conocer la verdadera dimensión política de Juan Manuel Santos, quien no solo no tendrá la sombra protectora de Uribe, como ocurrió en 2010, sino que deberá enfrentarse a ella y derrotarla.
Es bastante probable que esa sea la verdadera motivación de la aventura que emprendió de nuevo Juan Manuel Santos en su deseo de continuar en la Casa de Nariño hasta 2018, a pesar del cansancio natural que produce el ejercicio del poder en un país tan convulsionado como Colombia y de la advertencia de amigos y familiares que temen por su salud, luego de haber superado episodios de cáncer, el más reciente como presidente de la República.
En 2014 Juan Manuel Santos quiere probarse y probarles a los demás que –como le escuchó alguna vez a su padre, Enrique Santos Castillo– “uno en la vida no debe arrepentirse de lo que hizo, sino de lo que dejó de hacer”.
Al cierre de este perfil es apresurado hacer un balance consolidado del gobierno Santos, quien no desaprovecha oportunidad para hablar de las bondades de su mandato en lo social, lo económico y lo político. La hora de la verdad se conocerá cuando la campaña entre en la recta final y los candidatos empiecen a sacarse los trapos al sol. Por ahora tiene a su favor el inmenso poder que da hacer campaña desde la Casa de Nariño y un enorme presupuesto por repartir.
Santos quiere ser presidente de Colombia por ocho años, al igual que la persona que le dio la oportunidad de ser presidente por primera vez, pero que terminó convertido en su más grande enemigo político. En esta oportunidad, como en la primera, también tiene a su lado al temido J. J. Rendón, quien salvó su campaña cuando todo hacía presagiar un naufragio.
*Este perfil hace parte del libro Los Suspirantes 2014, publicado por la Editorial Planeta. Publicado originalmente el 25 de mayo , 2014