El gol de las FARC La guerrilla le ganó la partida al gobierno.

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Era el 30 de agosto de 2013. Nueve días antes, el régimen sirio de Bashar al Assad había asesinado, en su capital Damasco, a más de 1.400 civiles con gas sarín. Su acción generó una condena unánime y había expectativa sobre cuál sería la reacción de Estados Unidos. A mediados del 2012, el presidente estadounidense Barack Obama había trazado una línea roja: el uso de armas químicas por parte de Assad cambiaría “la ecuación y el cálculo” de su país frente a la guerra civil en Siria. Esa advertencia de Obama fue interpretada como la condición “sine qua non” para una intervención militar.

La pregunta no era si Estados Unidos iba a bombardear a Siria, sino cuándo. El mismo secretario de Estado, John Kerry, ese viernes de agosto justificó el inminente ataque porque estaban en juego el prestigio y el poder disuasivo de su nación. Según Kerry, era importante castigar a Assad para que otros países entendieran que la palabra de Estados Unidos era confiable. Contra todos los pronósticos e incluso los consejos de sus expertos en política exterior, Obama reculó. No ordenó a sus aviones pulverizar a Siria. Aunque semanas después, con la ayuda de la diplomacia rusa, el gobierno sirio accedió a entregar sus armas químicas y desmantelar esa infraestructura de la muerte, la credibilidad del presidente estadounidense quedó por el piso.

Si bien Obama aún hoy defiende su decisión, está en la minoría. Prosigue el conflicto, el régimen de Assad tiene la ventaja militar y sus patrocinadores -Irán y Rusia- tienen más influencia en la región. Y otros, como Arabia Saudita y Turquía, interpretaron la reticencia del inquilino de la Casa Blanca, como una señal de debilidad. Ese es el inconveniente con expedir un ultimátum: si no cumple la amenaza, la contraparte la explota a su favor.

El 19 de febrero  -un día después del incidente de Conejo, Guajira, donde las FARC hicieron proselitismo armado-, el presidente Juan Manuel Santos le cantó la tabla a la guerrilla: “Ya se agotó el tiempo para terminar las negociaciones. La fecha del 23 de marzo, acordada entre el presidente de la República y el comandante de las Farc, está a menos de cinco semanas…Hay que tomar ya las decisiones sobre los puntos definitorios que faltan… Ya hemos discutido lo suficiente. El pueblo colombiano quiere y exige definiciones… De no ser así, los colombianos entenderemos que las FARC no estaban preparadas para la paz”.

Para ser francos, Santos fue mucho más contundente que Obama. Nada de ambigüedades. Para cualquiera que entienda castellano, el mensaje era claro: la fecha del 23 de marzo era un inamovible. El balón quedaba en el campo de la guerrilla. Sería la responsable ante el país y la comunidad internacional, que tanto la mima y excusa, de la no firma de la paz ese día en La Habana. Era una manera de poner fin a su mamadera de gallo y obligar al Secretariado a ceder en los puntos donde sigue intransigente. Para eso sirven los plazos en cualquier negociación. Menos en ésta, aparentemente.

El miércoles pasado el gobierno alivió la presión. “Por cumplir con una fecha, no voy a firmar un mal acuerdo”, dijo el Presidente. Los de siempre aplaudieron el anuncio. No veo el valor de mayores dilataciones. El apoyo de la opinión pública al proceso va en picada; la oposición a las negociaciones se fortalece con cada aplazamiento.

El problema no es de falta de tiempo sino la obstinación de las FARC. Una terquedad que salió favorecida con la postergación.  Parecería a veces, que al gobierno se le olvidó  que está tratando con una organización que se rige por preceptos criminales y mafiosos. Como matones de barrio, interpretan gestos de buena voluntad como flaquezas; líneas rojas como flexibles.

Como Bashar al-Assad, quien sabe que Obama no enviará tropas estadounidenses a luchar en Siria, las FARC ahora tienen la tranquilidad de saber que ninguna promesa es vinculante (Timochenko se comprometió con el 23 de marzo).

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